¿Acaso importa la corrupción?

Nuestra civilización se funda en el buen comportamiento. Aprender a comportarnos es el signo más acabado de civilidad, y por eso, quien no se comporta debe ser sancionado en función de la gravedad de la pena cometida.
No es casualidad entonces que aquellos países en los cuales se hace valer la ley en sentido material, para proteger la integridad de las personas y su propiedad privada, son los que se desarrollan de manera acelerada. Dichos países también se mantienen como naciones que destacan en lo índices de desarrollo humano, libertad económica, innovación, facilidad para hacer negocios, etc.
Si quiere conocer de antemano el futuro que le depara a una economía, es decir, si irá hacia un futuro más próspero o hacia uno de pobreza y ruina, eche un vistazo a sus leyes y Estado de derecho.
México por desgracia, nunca ha estado en una posición de privilegio en estas materias, y por ello, se mantiene en el subdesarrollo.
Pero el problema más grande hoy en día es que, en el gobierno de López Obrador, las cosas lejos de marchar en el sentido prometido del combate a la corrupción, de la aplicación de la ley, de un Estado austero dedicado a la seguridad de las personas y la protección de su propiedad, van hacia un agravamiento de la situación anterior de corrupción, inseguridad pública e impunidad.
Así es imposible crecer y desarrollarse, por más que esa se la supuesta intención del presidente.




Recordemos cómo el primer año de gobierno de AMLO, 2019, fue de recesión. Sí, fue una recesión “leve”, pero el hito de la cancelación del Nuevo Aeropuerto Internacional de México quedó marcado como el punto de quiebre a partir del cual, la inversión y el crecimiento comenzaron a contraerse.
La llegada del coronavirus en 2020 sólo vino a agravar la condición de deterioro de la economía nacional y a acelerar la llegada de una crisis que quizá hubiese llegado a finales de sexenio.
Pero lo cierto es que la “bomba” nos explotó, se cometió el peor error económico de la historia – el “gran confinamiento”-, y por decreto se detuvo casi toda la actividad productiva en seco.
Aunque ya estamos teóricamente en semáforo naranja en muchas regiones del país, la realidad es que tardaremos la mayor parte de la próxima década en volver al nivel productivo que teníamos antes de la crisis, que de por sí, ya era mediocre.
A todo esto, súmele los malos mensajes que los inversores nacionales e internacionales siguen recibiendo en el sentido de la aversión del gobierno a la clase empresarial, su resistencia a abrir la economía a los capitales privados en todos los sectores y el pésimo manejo de la pandemia.




Por último, pero no menos importante, los escándalos de corrupción que se siguen destapando en México – de la oposición y de la 4T-, continúan generando una pésima imagen en el exterior que por supuesto, no ayuda en nada a generar confianza y a atraer inversión.
La absurda declaración de López Obrador en el sentido de que se puede desplomar la economía “sin que haya más pobreza”, es una falacia.
Por eso, en cuanto a la pregunta inicial de este artículo: ¿acaso importa la corrupción? Por supuesto que sí.
Importa porque corrupción es todo lo opuesto a civilidad, y en este sentido, a mayor corrupción, menor inversión, menor desarrollo, más pobreza, más inseguridad, menor garantía a la propiedad privada de las personas, y eventualmente, más pérdida de valor de nuestro dinero reflejada en el tipo de cambio y la inflación.
La corrupción política, social y monetaria son pues, sólo un reflejo más de la corrupción de fondo: aquella que implica que la libertad de los individuos está siendo relegada, y dondequiera que eso ocurre, el resultado el 100 por ciento de las veces será el desastre. Ya es hora de corregir el rumbo. El destino de nuestra civilización basada en el buen comportamiento, está en riesgo.